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Revista 19

EN UN LUGAR DE LA MEMORIA

  • III Época
  • Diciembre 2006
  • Por Aspas Manchegas
  • 142 lecturas

EN UN LUGAR DE LA MEMORIA

Samuel atravesó la ciudad y comenzó a caminar entre el abrupto empedrado que conducía a los campos de cultivo de las tierras colindantes.
A mediados de Mayo, el sol impartía su justicia con violencia sobre quien osara enfrentarse a él cuando se encontrara en su máximo esplendor, y la enrojecida y sudorosa frente de Samuel podía dar fe de ello.

El angosto sendero se bifurcaba a escasos siete metros por delante de él, y Samuel tomó el camino de la derecha mientras con la manga de la camisa intentaba secar el sudor que paulatinamente se acumulaba sobre sus pobladas cejas.
La estrechez del camino concluyó cuando dicho sendero se enlazó con un vasto y árido terreno adornado con infinidad de pequeños montículos de adobes.
Antiguamente en aquella zona se fabricaban los ladrillos de barro con los que levantaron toda la ciudad y hoy día era una olvidada parcela en las que los bloques de adobe que aun permanecían allí, se deshacían un poco más a cada gota de lluvia que recibían.

Samuel continuó su caminar entre ellos sin evitar que la nostalgia le hiciera viajar hasta los tiempos en los que los veranos los vivía en la casa de su abuela. Fabricada con adobes que mantenían su habitación fresca incluso en el verano más caluroso.
Hoy en la ciudad, apenas algunas casas de los barrios mas marginales continuaban conservando zonas realizadas con el rústico ladrillo.
Incluso el padre de Samuel, una vez fallecida la abuela del mismo, derribó todas las paredes de adobe de la vieja casa para volver a levantarlas con un ladrillo rojizo de cerámica mucho más resistente y moderno.

- Lo que una generación levanta, la siguiente no puede evitar derribarlo –pensó Samuel mientras seguía caminando por el prado, dejando atrás la otrora zona de construcción de adobes.
Se detuvo para comprobar como el justiciero sol se encontraba en todo lo alto, señalando majestuoso que el mediodía se acercaba.
Volvió la vista atrás y dudó antes de proseguir su andadura. Como si la visión de lo caminado hasta ese momento le ayudara en su decisión de seguir caminando.
Se subió las mangas de la camisa hasta pasados los codos, abrió los botones de la misma a la altura del pecho y recogió del suelo una vara de avellano que algún despistado caminante olvidó allí, y apoyándose en ella prosiguió su viaje con el temor de desfallecer por el calor y la falta de agua.

Llegó al monte de San Andrés y a sus pies pudo contemplar perfectamente el viejo molino de viento.
Décadas atrás eran cientos los molinos que se repartían a lo largo y ancho de aquellos extensos prados. Pero ahora tan solo uno había logrado permanecer en pie a pesar del paso de los años, protegido de las tormentas por el monte que se erguía tras él.

De las aspas, quedaba aún, alguno de los carcomidos tablones que le dieron forma.
El tejado se había desplomado en parte, permitiendo que la luz solar se introdujera en la esférica estancia.
La cal con la que se pintó la fachada se deshacía al contacto con la brisa, deplorando el aspecto exterior del mismo.
Samuel se acercó lentamente hasta los dos portones principales del molino. Apoyó su mano derecha sobre uno de ellos, y con delicadeza fue tirando de la puerta hasta dejar un espacio lo suficientemente ancho como para poder pasar sin problemas.

Se dispuso bajo el umbral de la puerta mirando al interior para observar como un anciano, de no menos de ochenta años, se afanaba tratando de barrer el suelo con una gruesa escoba hecha de ramas secas y finas unidas con una cuerda a otro troncotas grueso.
Vestía una sobria camisa a cuadros y un pantalón ocre con varios rotos a la altura de la rodilla. Del bolsillo trasero del pantalón ondeaba un pañuelo rojo, al que acudía constantemente para secarse el sudor .

Samuel. Al comprobar como el anciano no se percataba de su presencia dio un paso adelante y le habló con tono afable y conciliador .
- Abuelo. Soy Samuel, tu nieto.
El anciano se giró sorprendido y le dedicó a Samuel una sonrisa que contagiaba la felicidad que el octogenario sentía en ese preciso momento.
- Hijo mío. ¿Pero que haces aquí? Tenías que haberme avisado, fíjate como tengo el molino- concluyó el anciano mientras abuelo y nieto se fundían en un emotivo abrazo.
- Quería darte una sorpresa.
Ambos se sentaron sobre un polvoriento tablero que tenían junto a ellos, y se miraron embelesados.
- Estás hecho todo un hombre. Cuando vayamos a casa, tu abuela se va a alegrar muchísimo de verte.
Una lágrima se asomó a la mirada de Samuel y después de columpiarse durante unos segundos de sus pestañas, cayó al vacío hasta estrellarse contra una de sus zapatillas, sucias por el polvo acumulado durante el paseo hasta el molino.
- ¿Qué haces en el molino abuelo?
El anciano se levantó y se empleó azaroso en seguir barriendo el suelo del castigado molino.
- Cada año traen el grano a moler más temprano y quiero que todo esté preparado para cuando lo hagan.
Samuel se colocó frente a él y sujetó firmemente la escoba que su abuelo estaba empleando, haciendo que este le mirara con gesto de incomprensión.
- Abuelo. Hace años que no se trae el grano a este molino.
En realidad, hace décadas que no se usa. -dijo Samuel acariciando la mano del anciano que parecía no comprender lo que su nieto le estaba explicando.


Levantó suavemente la manga de la camisa de su abuelo, y extrajo bajo ella una pulsera de plástico blanca con un código de barras y la leyenda: Complejo hospitalario San Millán y San Pedro.

- ¿Qué es esto? -preguntó entre balbuceos.
Samuel besó la frente del anciano que parecía envejecer por segundos.
- Es la pulsera del lugar donde vives desde hace mas de siete años, abuelo. Cada vez que logras huir de allí, regresas a este molino y yo vuelvo a por ti.
El anciano dejó caer la escoba al suelo y volvió a sentarse sobre el tablero mientras la tristeza le consumía observando como su nieto, con el rostro cubierto de lágrimas hablaba por el teléfono móvil.
-Si, soy Samuel Bezares………………………………. Le he encontrado…………………….. Si, en el lugar de siempre.
Samuel guardó en el pantalón su teléfono y observó a su abuelo que fijaba su mirada sobre el depósito donde antaño, el anciano vertía el grano del cereal antes de ser molido.
Pensó en como la memoria del octogenario había lanzado su ancla en aquel lugar, haciéndole revivir los tiempos en que la felicidad llenaba su vida.
Una época en la que su esposa aun vivía, y entre los dos mantenían vivo el molino que ahora permanecía semi destruido por el abandono y el paso de los años.
Miró a su alrededor y percibió como la magia con la que sus ancestros habían impregnado el lugar aun se podía percibir, llenando de emoción su cuerpo.
Samuel se sentó nuevamente junto a su abuelo cogiendo con cariño una de sus manos. El anciano esbozó una sonrisa llena de bondad y melancolía.
- ¿Te he contado alguna vez como tu abuela y yo pusimos en marcha este molino?
Samuel le devolvió amablemente la sonrisa. Le había contado esa historia más de cien veces.
- No abuelo, no lo has hecho nunca. Cuéntame.
El anciano, complacido, comenzó a narrarle su vida en el molino mientras la vida volvía a empapar su rostro.

En el exterior, el sol comenzaba su descenso proyectando la sombra del molino sobre el monte, y a lo lejos una ambulancia rompía la bella monotonía del paisaje.

Nícolas Van Orton

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