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Revista 15

Don Quijote cabalgando en sus bisagras

  • III Época
  • Abril 2004. Extraordinario
  • Por Aspas Manchegas
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Poco tiempo después de incorporarme, a finales de 1976, al Instituto Nacional de Enseñanza Media de Caravaca de la Cruz (posteriormente «San Juan de la Cruz»), me presentaron a un caravaqueño ilustre: Pascual Adolfo López Moya, «El Pintor de la noche» (Caravaca, 12-enero-1929, Melilla, 21-junio-1978). Brotó entre ambos una sincera amistad, cultivada más intensamente los fines de semana en los que, con frecuencia, las noches de los viernes «pasaron en claro». Hoy no hablaré de sus «noches».
Puesto que se trata de referirnos a Don Quijote, me referiré a otra faceta de Pascual Adolfo, menos conocida y, sin embargo, causa de una de sus mayores alegrías laborales: la Industria HORO, por la que recibiría la Medalla al Mérito Artesano.
Pascual Adolfo tenía un colaborador, Arturo -uno de los personajes más relevantes de la modernización y renovación del festejo de «Los Caballos del Vino», fundamental en las fiestas celebradas en honor de la Stsma. y Vera Cruz, entre los días 1 y 5 de mayo-. El modo de crear ciertas figuras artesanas nació así: entró el artista en el taller y recogió del suelo ciertas piezas de desecho: una bisagra, unos tornillos, unos trozos de latón... Teniéndolas entre las manos, para tirarlas en el cubo correspondiente, tuvo una inspiración y, colocándolas de forma adecuada, rogó a su inseparable Arturo pusiera unas gotas de estaño en puntos precisos. Así surgió, acaso, el primer rucio; hasta que llegara a convertirse en el de Sancho Panza, sin duda, debió de transcurrir bastante tiempo, puesto que las primeras figuras fueron exclusivo fruto de la creación; nada hubo de interés pragmático en su composición.
Aquella industria adquiriría una importancia grande, aunque, tras la muerte del pintor de las «Noches de Granada», la esposa se vio obligada a venderla. Esto no obstante, en numerosos lugares de España se hicieron frecuentes aquellas figuras artesanas. Destacaremos, entre ellas, las correspondientes a las dos figuras sueltas del Caballero Don Quijote y Sancho Panza, montados en Rocinante y el rucio, respectivamente; acaso la más popular fue la de la noble pareja ante el molino de viento. Y, cómo no, la más relevante, la figura del caballero de la Mancha, en pie y bien armado (¿acaso en el momento de la vela de las armas?), de tamaño superior al natural, creado por Pascual Adolfo para presidir su magnífico despacho, esculpido en madera, en estilo neo-rrománico.
El ilustre etnógrafo y gran viajero Julio Alvar bien pudo escribirle en una carta que conservamos; en ella leemos: «Después de nuestro París, nos encontramos, una y otra vez, en tu Caravaca y siempre me sorprendías con algo nuevo. La luz de las noches se hizo día y don Quijote y Sancho tomaron cuerpo físico por tus manos, cabalgando en sus bisagras, para recorrer nuevos mundos». Y así seguirán, podemos afirmar, mientras el mundo sea mundo y el hombre sea hombre.

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