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Revista 14

EL QUIJOTE. Capítulo VIII (Versión Actualizada)

  • III Época
  • Septiembre 2003. Extraordinario
  • Por Aspas Manchegas
  • 132 lecturas

En el que Don Quijote le entra la neura, nada más ver los molinos de viento.

Al llegar a las inmediaciones de Mota del Cuervo, don Quijote, acompañado de su inseparable amigo Sancho, y divisar, en el paraje en su día conocido como "El Balcón de la Mancha", un sinnúmero de molinos de viento (ya le puso nervioso al detenerse a contarlos), le entró la neura.
-¿Qué desaguisados es este? -Se preguntó don Quijote a medida que se acercaba al cerro donde estaban los molinos. -Jamás he visto tamaña concentración de chirimbolos. Ahora ya se en donde se inspiró Álvarez del Manzano, para llenar a Madrid de ellos.

-No son chririmbolos, sino molinos de viento, mi señor -le contestó Sancho.

-No es preciso ser ecologista ni es menester pertenecerá a una ONG, para percatarse de que esto es un desafuero: con estas horribles construcciones se afea el paisaje, se desvirtúa la naturaleza, se ahuyentan a las aves y a mí me causa dentera. Voy acabar con ellos ahora mismo.

-Piense en lo que va a hacer. Están hechos de mampostería y vuestra merced no cuenta con dinamita ni aparato con bola de hierro para hacerlos caer.

-Con mi brazo y mi lanza será suficiente.

Y hete a don Quijote arremetiendo a la molinos de tal suerte que en ese momento, se levanta una fuerte brisa y comienzan a moverse las aspas, dando con el caballo y el caballero en tierra,-dejándolos malheridos y peor hallados.

-Si los molinos no son de su agrado, lo que ha debido hacer, es poner una queja por escrito, a don Alfonso, el señor alcalde, o enviar una carta al director del periódico el Día de Cuenca, exponiendo sus razones, pero no tomar la justicia por su mano de una forma tan arbitraria e irresponsable-dijo Sancho.

A lo que Don Quijote ni osó contestar.

Al verlo Sancho tan malherido, lo ayudó a subir sobre "Rocinante", el cual cojeaba de la pierna izquierda y le sugirió ir a reponer fuerzas a un mesón de Puerto Lápice, que el conocía, donde ponían un cordero asado riquísimo, libre de toda sospecha de encefalopatías espongiformes.

-Pero será muy caro el cubierto -aún tuvo ánimos para comentar don Quijote.

-Por eso se preocupe. Pediremos el menú del día, en el que creo que están incluidos la sopa castellana y el cordero.

Don Quijote que no tenía ganas de comer, pues la única preocupación de un caballero andante es la de recordar a su ligue, en este caso la simpar Dulcinea y provocar nuevos encuentros, en busca de nuevas lides, y propuso seguir el camino.

Andando, andando, se les hizo tarde y acamparon al abrigo de una encina, bajo la cual pasaron la noche. Sancho durmiendo como un tronco y don Quijote en vela, pensando en su señora Dulcinea, de acuerdo con el reglamento establecido en los libros de caballerías, que no daban para más diversiones ni entretenimientos.

Al despuntar el día, don Quijote despertó a Sancho, que seguía dormido, para continuar el camino, encontrándose, al cabo de unas cuatro horas y a la vista del ya mencionado Puerto Lápice, a dos frailes de la orden de San Benito y a un carruaje que transportaba una señora vizcaína, con sus acompañantes, camino de Sevilla, donde estaba su marido, que se largaba las Indias, aponer agua por medio, con el pretexto de un honroso cargo.

Y ni corto ni perezoso, don Quijote se mete en otro fregrado, creyendo que los frailes y la compañía son terroristas disfrazados, que se llevan a la dama secuestrada, para abusar de ella y al mismo tiempo pedir un abominable rescate.

Una vez terminada la pelea, que ganó Don Quijote, aunque con una oreja colgando y el vizcaíno, el escudero de la señora con el que había peleado, tendido en el suelo, con la espada don Quijote apuntándole a los ojos, éste lo perdona a petición de la vizcaína.

Don Quijote los manda al Toboso, para que se lo vayan a contar a Dulcinea y, ellos, don Quijote y Sancho, si no hubiese ocurrido nada, entran en el mesón de Puerto Lápice, en donde piden el menú de día, a lo que el ventero les contesta que, por ser sábado, no pueden servírselo. Si desean comer ha de ser a la carta.

Ante tamaña afrenta, don Quijote desenvaina la espada y Sancho, por una vez, le convence para que en lugar de volver a pelear, pidan lo que se les ofrezca en la carta y luego exijan el libro de reclamaciones, si fuese necesario, a lo que el ilustre caballero accedió de mala gana.

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